Desde hace décadas se repite una frase que, en apariencia, suena ingenua: “el fútbol es un juego de vivos”. Sin embargo, detrás de esa afirmación se esconde una de las mayores enfermedades que sufre el deporte más popular del planeta: el juego sucio. Una práctica que no nace en la élite, sino que se cultiva desde las bases. Desde la infancia. Desde esa cancha donde un niño aprende a simular faltas, perder tiempo, mentirle al árbitro o pegar sin que lo vean. Porque así le enseñaron que se gana: no siendo mejor, sino siendo más “avispao”.
Quien haya estado cerca de una escuela de fútbol infantil o de un torneo juvenil en Colombia (y en muchos otros países) lo ha presenciado: entrenadores que celebran la “viveza” antes que el talento, padres que aplauden al hijo por “sacarle roja al otro” con una exageración, o técnicos que entrenan jugadas ensayadas con trampas disfrazadas de estrategia. El problema no es solo que ocurra; es que se normaliza. Se celebra. Se premia.
Mientras un niño en formación recibe regaños por intentar un caño innecesario o por fallar un gol tras una jugada “fantasiosa”, se lleva aplausos cuando simula una falta y logra engañar al árbitro. ¿Qué mensaje recibe? Que el resultado vale más que el juego limpio. Que el fin justifica los medios. Y que la astucia, entendida como trampa, está por encima de la honestidad.
Este fenómeno no es exclusivo de un sector o una región. Está arraigado en la cultura futbolera. Muchos entrenadores de divisiones menores lo admiten en voz baja: prefieren perder a un jugador “demasiado noble” porque “en el profesionalismo eso no sirve”. Como si la ética fuera un estorbo. Como si el juego limpio fuera una debilidad. En lugar de corregir al que pega o miente, se le corrige al que no se defiende o al que no responde. La lógica es absurda: enseñar desde pequeños que ser honesto en la cancha es un defecto.
Los medios de comunicación también juegan su papel. A menudo se aplaude la “picardía” de un futbolista por generar una expulsión rival o hacer tiempo en los últimos minutos. Se vende como estrategia lo que no es más que trampa. Y como los niños consumen fútbol por televisión desde muy pequeños, ese mensaje se interioriza: lo que importa es ganar. Y si para eso hay que engañar, se hace. Sin remordimiento.
El juego sucio, entonces, no es un accidente. Es una práctica estructural. Es una pedagogía inversa. Lo más preocupante es que quienes la enseñan no siempre son conscientes del daño que hacen. Un entrenador que prepara a un niño de 10 años para fingir contacto dentro del área no solo le está enseñando a hacer trampa, le está enseñando a traicionar la esencia del deporte: el respeto por las reglas, por el rival y por uno mismo.
Y no se trata de ser ingenuos. El fútbol es un deporte competitivo, de roce, de intensidad, donde los errores arbitrales existen y las emociones a veces dominan la razón. Pero una cosa es competir con intensidad y otra muy distinta es construir una carrera con base en la trampa. Lo segundo no solo degrada el juego, también forja deportistas con valores distorsionados.
Basta con ver lo que ocurre en el fútbol profesional colombiano. Jugadores que tiran el balón lejos para evitar un saque rápido, que exageran un contacto para frenar el partido o que reclaman sin razón para presionar al árbitro. ¿De dónde viene esa actitud? De años de formación donde esas conductas no solo no se corrigieron, sino que se celebraron. De un sistema que no forma personas, sino actores.
El fútbol base debería ser un escenario para formar deportistas íntegros. Más allá de los resultados, lo importante en las etapas formativas debería ser enseñar el respeto, el trabajo en equipo, la resiliencia, la disciplina y el juego limpio. No tiene sentido ganar un torneo sub-13 si los jugadores salen creyendo que mentir es parte del juego. No tiene sentido celebrar un título infantil si el equipo llegó a él a punta de mañas. Porque en ese momento puede parecer un logro, pero a largo plazo es un fracaso moral.
El fútbol tiene la capacidad de transformar vidas, de formar líderes, de inspirar valores. Pero cuando desde la base se promueve el juego sucio, el mensaje se corrompe. Y lo que pudo ser una herramienta de crecimiento personal y colectivo, se convierte en un escenario de trampa y oportunismo.
Urge un cambio de mentalidad. Desde los clubes, las escuelas, los entrenadores y las familias. Es momento de reivindicar el juego limpio, no como un eslogan vacío, sino como un principio fundamental. No se trata de eliminar la competitividad, sino de darle un marco ético. De enseñar que ganar no es lo más importante si se pierde el respeto.
Porque al final, lo que se juega en la infancia no es solo fútbol. Es el carácter. Es la honestidad. Es la vida. Y si enseñamos desde pequeños que hacer trampa está bien, no nos sorprendamos cuando esos niños crezcan creyendo que en la vida todo vale. Incluso traicionar los valores