En Latinoamérica, el fútbol es más que un deporte: es una religión, una forma de vida, un lenguaje compartido por millones. En ese contexto, el “aguante” ese fervor incondicional, esa pasión desbordada, ese orgullo por la camiseta se ha convertido en una bandera de identidad, especialmente entre los sectores populares. Representa amor, lealtad, resistencia y pertenencia. Pero también, cuando se lleva al extremo, se convierte en excusa para justificar lo injustificable: la violencia, el crimen y la impunidad.
La cultura barrista, presente en casi todos los rincones futboleros del continente, es un fenómeno complejo y contradictorio. Nació como un movimiento de resistencia juvenil, una expresión colectiva de emoción y apoyo, pero con el paso de los años ha mutado en estructuras de poder paralelo, donde el amor por los colores muchas veces se mezcla con intereses oscuros, prácticas delictivas y dinámicas que se alejan de cualquier valor deportivo. La pregunta es inevitable: ¿hasta qué punto el barrismo puede seguir considerándose parte de la cultura futbolística cuando su expresión deriva en actos violentos?
Para entenderlo, hay que mirar al sur. En Argentina, cuna del fútbol pasional por excelencia, el barrismo ha alcanzado niveles de organización que rozan lo mafioso. Las históricas “La 12” de Boca Juniors y “Los Borrachos del Tablón” de River Plate no son solo hinchadas, son verdaderas estructuras de poder. Con líderes jerárquicos, códigos internos y redes de complicidad que incluyen a clubes, dirigentes e incluso políticos, estas barras han convertido el “aguante” en una herramienta de control y extorsión.
Durante años, estos grupos han estado vinculados a la reventa de entradas, al negocio de la seguridad privada, al tráfico de drogas y al lavado de dinero. Lo más preocupante no es solo su existencia, sino su legitimación. Los clubes prefieren tenerlos de su lado, los políticos los usan como fuerza de choque, y los medios, en no pocos casos, los presentan como íconos del “folklore futbolero”. Así, la violencia ha sido normalizada al punto de convertirse en parte del espectáculo.
El resultado está a la vista: muertes dentro y fuera de los estadios, peleas internas por el control de los paravalanchas, amenazas a jugadores, y una hinchada común y corriente que muchas veces deja de ir al estadio por miedo. El que no “aguanta” como debe, no merece llamarse hincha. Y si el rival no aguanta, merece castigo. El romanticismo del aguante se vuelve, entonces, una coartada peligrosa.
Colombia no se queda atrás. Aunque su fenómeno barrista es más reciente, el espejo argentino ha influido con fuerza. En los años noventa y principios del 2000, surgieron barras como “Los del Sur” del Atlético Nacional, el “Frente Rojiblanco Sur” del Junior o “La Banda del Ciclón” del Unión Magdalena. Inicialmente, estos colectivos funcionaban como espacios de resistencia barrial y construcción comunitaria. Jóvenes excluidos, sin oportunidades, encontraron en las tribunas un lugar de pertenencia y expresión.
Durante un tiempo, muchas barras desarrollaron actividades sociales: campañas de reciclaje, talleres de grafiti, murales, jornadas deportivas. Parecía que el barrismo podía ser una forma alternativa de hacer política desde la calle. Pero la euforia y el sentido de pertenencia comenzaron a verse contaminados por dinámicas de poder, conflictos con rivales, uso de armas y vínculos con economías ilegales.
Hoy en día, enfrentamientos entre barras son comunes en estaciones de transporte, terminales, parques y redes sociales. Algunas facciones han replicado la lógica de las barras bravas argentinas: jerarquías internas, viajes a otras ciudades, códigos de lealtad y violencia como forma de imponer respeto. El aguante dejó de ser una manifestación de fidelidad y se convirtió, en muchas ocasiones, en una práctica de hostigamiento e intimidación.
Y no es casualidad. Muchas de estas barras han viajado a Argentina a “aprender” del modelo barrabrava, admirando sus cánticos, banderas y “mística”, pero también replicando sus peores vicios: la extorsión, la presión política, la manipulación institucional y la justificación de la violencia como expresión cultural.
Aquí es donde se abre un debate clave. ¿Hasta dónde podemos llamar “cultura” a un fenómeno que destruye vidas? ¿Puede el arte barrista los cantos, los murales, el baile, el color sobrevivir sin la violencia? ¿O está condenado a corromperse por la ambición de poder y control?
La respuesta no es sencilla, pero sí necesaria. Es fundamental trazar una línea clara entre el hincha apasionado y el delincuente con camiseta. Entre el que canta por amor a los colores y el que golpea por territorio. Llamar cultura a lo que en el fondo es crimen es un error que nos ha costado demasiado caro. Y perpetuarlo en nombre del “aguante” es una irresponsabilidad que debe ser enfrentada con firmeza.
El problema no es la pasión, es su instrumentalización. Y en ese sentido, los clubes, el Estado y los medios de comunicación tienen una responsabilidad enorme. Muchos equipos prefieren “no meterse” con las barras por miedo a represalias o porque dependen del aliento organizado para llenar las tribunas. Algunos incluso siguen financiando sus viajes o entregándoles entradas, como una forma de “control” que solo fortalece su poder.
Por su parte, las políticas públicas han sido, en el mejor de los casos, tímidas. En el peor, cómplices. Hay alcaldes que negocian con líderes barristas, gobernadores que les ofrecen contratos de seguridad, congresistas que los usan como maquinaria electoral. Las estrategias para abordar el fenómeno han sido fragmentadas, descoordinadas y, en muchos casos, ineficaces.
Y los medios, esos grandes contadores de historias, también han fallado. Durante años han reproducido narrativas que exaltan el “aguante” como si fuera un valor incuestionable, sin preguntarse qué hay detrás de esa épica. Se glorifican las caravanas multitudinarias, los trapos gigantes, las tribunas llenas, pero rara vez se indaga en cómo se financian esos viajes, quién pone el dinero para las telas o qué significa “cuidar los trapos” en clave de violencia.
Pero detrás del color hay dolor. La violencia barrista ha dejado una estela de tragedias: jóvenes asesinados en medio de clásicos, niños heridos por peleas en la tribuna, jugadores amenazados por redes sociales, familias desplazadas por rivalidades entre barrios. Cada acto de violencia es una derrota de todos: del fútbol, de la sociedad, del Estado, de la cultura.
¿Y entonces qué hacemos? ¿Cómo recuperar el barrismo como una expresión legítima sin permitir que se convierta en excusa para el crimen? La salida no está en la represión ciega ni en la criminalización masiva, sino en la reconstrucción desde la raíz. Es necesario volver al arte, al canto, al color, al trabajo social, a la fiesta sin miedo. Es necesario que las barras que sí trabajan desde la cultura tengan protagonismo, que se fortalezcan los liderazgos positivos y que se sancione sin titubeos a quienes usan la camiseta como escudo para delinquir.
El Estado debe dejar de ver a los barristas como enemigos o como aliados y comenzar a tratarlos como actores sociales complejos, con derechos y deberes. Se requieren políticas públicas reales, integrales, que combinen formación, cultura, prevención y justicia. Quien comete un delito debe responder. Pero también hay que ofrecer rutas de salida, alternativas, futuro.
Los clubes tienen que asumir un papel activo. Basta de silencios cómplices. Basta de financiar a quienes siembran el terror. Basta de negocios turbios disfrazados de fidelidad. El club debe ser un espacio de formación en valores, no un campo de batalla.
Y los medios deben cambiar la narrativa. Es hora de contar otras historias. Las del hincha que pinta murales, del joven que arma un taller de música en la sede de la barra, del grupo que organiza mercados comunitarios o jornadas de lectura. Es hora de dejar de glorificar la violencia y empezar a visibilizar la transformación.
Porque el fútbol es, ante todo, una fiesta. Y esa fiesta no puede seguir cobrando vidas. El aguante no puede ser sinónimo de barbarie. Ser hincha no puede ser una excusa para el odio. Y amar los colores no debería implicar nunca destruir al otro.
Tenemos que atrevernos a cambiar la narrativa. A construir un barrismo que grite, que aliente, que emocione, pero que no mate. Porque si hay algo que realmente merece aguante, es la vida.