Por: Gabydeportes
Cartagena, ciudad de historia rebelde y talento deportivo indiscutible, se enorgullece de sus atletas, de sus medallas, de sus narrativas de superación. Pero hay una dimensión del deporte que aún no ha logrado consolidar: la cultura de la convivencia. Porque en esta ciudad que respira fútbol, béisbol, patinaje y boxeo, el respeto por la diferencia sigue siendo una deuda pendiente. Y esa deuda se hace evidente cuando una camiseta se convierte en motivo de censura.
El pasado 26 de agosto, durante el partido entre Real Cartagena y Millonarios, una joven cartagenera hincha del equipo visitante fue impedida de ingresar al estadio con la camiseta de sus amores. Una vez adentro, tras lograr entrar a la tribuna Occidental acompañada de su padre, un adulto responsable, fue abucheada, hostigada y obligada a quitarse la prenda que representaba su pasión. A su alrededor, varios niños de 13 y 14 años, también seguidores de Millonarios, fueron silenciados, obligados a esconder su identidad deportiva por miedo a la reacción de los demás.
Este hecho, lejos de ser anecdótico, revela una fractura profunda en la cultura deportiva local. ¿Qué tipo de ciudadanía se está construyendo cuando se penaliza el afecto por un equipo? ¿Qué mensaje se les da a las nuevas generaciones cuando se les enseña que amar distinto es peligroso? ¿Cómo puede Cartagena aspirar a ser una ciudad deportiva si no garantiza espacios seguros para todos los hinchas?
La camiseta, en este contexto, se convierte en símbolo de libertad coartada. No es solo una prenda: es identidad, es historia, es emoción. Y cuando se obliga a alguien a quitarla, se le está diciendo que su voz no vale, que su afecto no tiene lugar, que su diferencia molesta. Se le está enseñando que la pasión solo es válida si se ajusta a la mayoría, que el amor por el deporte tiene fronteras impuestas por la intolerancia.
Lo más grave es que esta censura no proviene únicamente de las autoridades o de los protocolos de seguridad. Proviene también de la hinchada, de los adultos que abuchean a una niña por llevar una camiseta azul, de los que normalizan que un niño tenga que esconder su equipo para evitar agresiones. Proviene de una cultura que ha confundido rivalidad con enemistad, pasión con violencia, identidad con exclusión.
Cartagena necesita urgentemente una pedagogía del deporte. Una que enseñe que el rival no es enemigo, que el estadio es un espacio de encuentro, que el respeto por la diferencia es tan importante como el gol que se celebra. Porque si no somos capaces de ver un partido junto al hincha del otro equipo, entonces no estamos jugando: estamos repitiendo violencias que el deporte debería sanar.
Esta columna no busca señalar a una hinchada, sino a una estructura que normaliza la exclusión. Porque el problema no es la camiseta azul, ni la amarilla, ni la roja: el problema es que en Cartagena, a veces, la pasión se convierte en silencio. Y eso, en una ciudad que se dice deportiva, es una injusticia que no puede seguir siendo ignorada.
El deporte infantil, juvenil y profesional necesita escenarios seguros, narrativas inclusivas y políticas que promuevan la convivencia. No basta con celebrar medallas: hay que garantizar que todos los niños puedan soñar con ellas sin miedo. Que puedan usar su camiseta con orgullo, sin que eso les cueste el respeto, la entrada o la tranquilidad.
Cartagena batea fuerte, corre rápido, lucha con garra. Pero también debe aprender a escuchar, a respetar, a convivir. Porque el verdadero triunfo no está solo en el marcador, sino en la capacidad de construir una cultura deportiva que abrace la diferencia y celebre la diversidad. Y eso empieza por permitir que cada hincha, sin importar su equipo, pueda usar su camiseta con libertad.