Por: Gabydeportes.
En el fútbol moderno, la edad se ha convertido en un veredicto. Si un jugador no debuta a los 17, ya parece ir tarde. A los 20, algunos entrenadores y directivos lo consideran “viejo” para ser promesa. Lo irónico es que, en cualquier otra profesión, a esa edad apenas se está dando el primer paso en la vida laboral. Pero en el fútbol, el reloj corre más rápido, y el margen de error es mínimo.
Hace dos décadas, debutar a los 20 o 21 no era un escándalo. Carlos “El Pibe” Valderrama comenzó su carrera profesional en el Unión Magdalena con 20 años, Faustino Asprilla lo hizo a la misma edad en Cúcuta, y Mario Yepes llegó a primera a los 21, después de haber jugado como delantero aficionado. Nadie los veía como rezagados. Su talento maduró a la par de su físico y su personalidad.
Hoy el panorama es otro. El marketing, las redes sociales y la globalización han impuesto la figura del “niño maravilla”. James Rodríguez debutó en Envigado con 17 y a los 21 ya jugaba un Mundial. Lionel Messi y Cristiano Ronaldo iniciaron su carrera profesional a los 17, Kylian Mbappé lo hizo con 16 y levantó una Copa del Mundo con 19. Para las marcas y los clubes, un debut precoz es un activo: más años de explotación comercial y mayor expectativa mediática.
Pero esta carrera contra el tiempo tiene un costo. Freddy Adu, llamado “el nuevo Pelé”, debutó con 14 años en la MLS y se apagó antes de cumplir los 25. En Colombia, Michael Ortega y Juan David Cabezas fueron presentados como joyas antes de tiempo y no lograron consolidarse en la élite. La presión mediática, las lesiones y la falta de madurez táctica y emocional son factores que, en muchos casos, arruinan trayectorias que parecían prometedoras.
Por el contrario, abundan ejemplos que demuestran que debutar tarde no es sinónimo de fracaso. Jamie Vardy jugaba en categorías amateurs y trabajaba en una fábrica a los 23; debutó en la Premier League a los 27 y fue campeón con el Leicester City. Germán Cano pasó casi una década en clubes medianos antes de convertirse, ya en sus 30, en uno de los goleadores más temidos de América. Teófilo Gutiérrez debutó en la segunda división colombiana a los 21 y terminó siendo campeón continental y figura de la Selección. Didier Drogba empezó a dedicarse al fútbol de forma profesional recién a los 21, y terminó levantando títulos con el Chelsea.
La ciencia deportiva respalda la idea de que el pico físico se alcanza después de los 20 años, y que la madurez mental llega aún más tarde. Un adolescente puede deslumbrar con su talento, pero no siempre está preparado para enfrentar la exigencia física, táctica y mediática del profesionalismo. Forzar ese proceso es, muchas veces, condenarlo.
Quienes nacieron a mediados de los 2000 han visto en tiempo real esta transición. Pasaron de una época en la que un joven de 21 podía ser la gran promesa de un club, a otra en la que las figuras emergentes son menores que ellos. En las canteras actuales, los jugadores de 16 y 17 años son tratados como proyectos urgentes; a los 19, si no han debutado, su valor de mercado comienza a caer.
Este cambio de paradigma no obedece solo a criterios deportivos. El negocio manda: debut temprano significa más tiempo para vender camisetas, cerrar patrocinios y negociar transferencias millonarias. El problema es que, en muchos casos, ese interés económico se antepone al bienestar y la carrera a largo plazo del jugador.
La conclusión es incómoda: no existe una edad “correcta” para debutar. El momento ideal es cuando el jugador está listo física, técnica y emocionalmente. Debutar joven puede ser un trampolín, pero también una trampa. Debutar a los 21 o 22 no quita talento, solo acorta el margen de explotación comercial. Lo preocupante es que, en el fútbol actual, se celebra más la precocidad que la permanencia.
Si algo se debería cambiar es la obsesión por encontrar “el debut más joven de la historia” y empezar a valorar a quienes, diez o quince años después, siguen compitiendo al máximo nivel. Porque en este deporte no gana el que llega primero, sino el que sabe mantenerse.